Buenos días,
Para esta rentrée escribo en miércoles, en lugar de nuestros habituales lunes, porque me encontraba en una singular misión que ahora explicaré.
Los últimos días de la semana pasada fueron un cúmulo de nervios por algo antes tan común como tomar un vuelo. Domingo tarde debía partir para Milán, donde el lunes filmaría varios spots para un banco italiano.
Me informaron que para poder volar era necesaria una mascarilla FFP2, obtener un código QR del ministerio de sanidad y un test PCR negativo realizado en las 72 horas anteriores. Sin cumplir esos requisitos no me dejarían entrar en Italia.
Los primeros dos no eran un problema, y con el tercero me confié por tonto. Miércoles y jueves estuve en Andorra visitando unos amigos, así que la única manera de tener un PCR válido para el domingo era hacérmelo el mismo viernes.
Sin haberme informado, deduje que me entregarían los resultados en el momento, como si fuera la prueba del embarazo.
No fue hasta el mismo viernes, regresando ya a Barcelona, cuando al llamar a los laboratorios me enteré de que el plazo normal de entrega de resultados es de 72 horas, sin contar el fin de semana.
Con el contrato firmado, los billetes de avión, el hotel y el plató ya reservados por la compañía italiana, y el jefe de la agencia esperándome domingo para cenar, me dije: “Tierra trágame”.
En el trayecto de dos horas que separa Andorra de Barcelona, llamé a todos los laboratorios habidos y por haber, por si alguno ofrecía un test urgente de PCR con entrega el fin de semana. Los primeros cuatro ni siquiera atendieron al teléfono por saturación de llamadas, los siguientes me dijeron que, como pronto, podrían entregarme los resultados el lunes.
Dándome casi por vencido, finalmente encontré un laboratorio que prometía entregar resultados en 24 o 48 horas y que trabajaban en sábado. Agarrándome a ese clavo ardiendo, llegué el viernes a las 12:00 con la esperanza de que aún estuviera a tiempo de salvar el desastre.
Después de que me hurgaran la garganta y casi el cerebro con un bastoncillo, tras haber pagado 125€ la recepcionista me dijo:
—Los resultados le llegaran por mail, pero no le podemos asegurar que sea mañana. Si no le llega el sábado, como domingo no trabajan, ya sería lunes.
—Pero yo lo necesito el domingo por la tarde para un viaje de trabajo —le supliqué—. ¿No puede poner en la nota que es urgente?
La recepcionista negó con la cabeza mientras decía:
—Todo el mundo está igual. Seguimos un orden riguroso y si el sábado por la tarde no le ha llegado, le tocará ya el lunes.
No quedaba otra que entregarse a aquella lotería, así que me resigné a que fuera lo que Dios quisiera.
El sábado por la mañana di un taller de escritura en una tetería, junto a mi querida Silvia Adela Kohan, y después nos fuimos a un restaurante ruso con unos amigos. Al final del almuerzo, estaba compartiendo una tarta Napoleón cuando el móvil vibró, indicando la entrada de un e-mail.
Al ver que procedía de los laboratorios todo mi cuerpo se puso en tensión. “A ver si después de tanto sufrir, doy positivo y tampoco puedo viajar.”, me dije.
Negativo. Lo celebré eufórico tomando un chupito de vodka Beluga.
Milagrosamente, ya tenía todo lo necesario para volar al día siguiente y cumplir el lunes mi contrato, así que por fin pude relajarme la tarde de sábado.
Domingo a las 17:30 subo al avión con destino a Milán. Allí veo que buena parte de la tripulación no lleva mascarillas FFP2, sino de las azules económicas. Yo he recibido mensajes por mail y por SMS recordándome esa obligación.
No pasa nada, volamos.
Tras aterrizar en el aeropuerto de Malpensa, saco de la bolsa mis documentos —código QR del ministerio de sanidad, mi test de PC3 negativo— pero no encuentro a nadie que me los pida. Ni siquiera el DNI. De la puerta del avión hasta la calle paso por pasillos vacíos y halls en un silencioso abandono. Cero policías. Cero controles.
Salgo del aeropuerto como un alma libre y estoy tentando de tirar a la basura esos papeles que nadie ha querido ver.
Un chófer me recoge con un reluciente Mercedes negro. Camino de Milán, me comunican por whatsapp que la cena con el jefe de la agencia se acaba de cancelar debido a un percance.
Me digo que nada está saliendo como estaba previsto, ni para bien ni para mal.
Una vez descargada mi maleta en el hotel, decido darme una vuelta antes de dormir. El chofer me ha hablado de un restaurante donde, según los milaneses, se sirve la mejor pizza del mundo. Voy para allá con un libro para amenizar la espera.
Para llegar a la pizzería, atravieso calles oscuras llenas de gente sin mascarilla que ríe y busca restaurantes para cenar.
Mi trabajo exige reuniones constantes —virtuales o presenciales— con todo tipo de personas, así que me alegra tener una hora para mí para leer y estar a mi aire. El local está a tope, pero me encuentran una mesa individual.
Pido de la carta una pizza casi al azar y abro el libro. Justo entonces un joven que cena solo en la mesa de al lado se pone a hablarme. Me dice que es de Londres y que, aprovechando la espantada de turistas, está visitando Italia. Me cuenta su ruta. Adiós lectura.
Cuando llevamos un rato de cháchara, le señalo su móvil, que está vibrando. El inglés atiende la llamada justo cuando ya me traen la pizza.
De regreso al hotel, me meto en la cama y paso una noche movida. El aire acondicionado hiela la habitación pero, si lo apago, en cuestión de minutos se calienta como un horno.
Me paso la noche encendiendo y apagando el aire.
Por la mañana estoy hecho polvo, pero acudo puntual al plató donde se grabarán los spots. Es el loft espectacular de un publicista. Allí me espera un equipo de cinco profesionales que me informan de que disponemos de 10 horas, con una hora para comer, para rodar las ocho cápsulas de 3 minutos.
Me cuesta ver el final del día.
Sin embargo, esta vez la rueda de la fortuna gira a mi favor, ya que en dos horas hemos logrado grabarlo todo.
—¡Esto es el sueño de cualquier productor! —me dice, entusiasmado, el joven director de fotografía— El último tipo que estuvo aquí necesitó repetir 40 veces cada toma.
Mi avión de regreso no sale hasta la noche así que dedico el resto de la jornada a cosas que tampoco estaban previstas, pero que no os aburriré ahora contándolas.
¿Por qué he explicado todo este rollo?
Porque mi experiencia en Milán me ha procurado una lección: No hay que tener expectativas, ni vale la pena desesperar.
Aquello que temes es improbable que suceda. Al mismo tiempo, ahora más que nunca, la vida nos cambia los planes constantemente. Por lo tanto, se trata de abandonar el control, fluir con los cambios caprichosos de la vida y echarse unas risas. Como dicen en ingles, Enjoy the ride (disfruta del viaje).
¡Feliz semana!
Francesc
Comments
Lérida
Buenísimo el Post, Francesc!!! Me encantó la enseñanza, necesitaba leer algo así. ¡Gracias!!! Me alegro todo haya salido bien. ¡Un fuerte abrazo!!!!
Francesc Miralles
¡Muchísimas gracias, querida Lérida! :**