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Lo que nada cuesta, nada vale

Buenas tardes,

Recién regresado de Japón, con el cansancio del viaje aún encima, me ha venido a la cabeza un encuentro que tuve con Jenny Moix en una tetería justo antes de partir.

Con esta doctora en psicología que ha publicado Mi mente sin mí, un libro práctico que recomiendo a todo el mundo, me une una bella amistad que nos permite hablar de mil cosas y ponernos retos mutuamente.

En nuestra última reunión yo le puse un desafío creativo y ella a mí la siguiente misión:

«Puesto que veo que te cuesta decir que No, y de ahí vienen todos tus líos, vas a tener que ejercitarte. Apuntarás en una libreta cada No que digas y, al lado, puntúas del 1 al 10 cómo te has sentido al no complacer la expectativa del otro.»

Manos a la obra, elegí esta libreta de cactus que veis en la cabecera y la primera semana logré anotar un NO al día, valorando del 1 al 10 lo que me ha costado darlo. Ciertamente, en algunos casos me ha sido más difícil que en otros.

Mi tendencia natural es complacer a los demás. El problema es que, en un mundo en el que la mayoría de gente dice que No, los adictos al Sí son detectados rápidamente y les cae encima una tormenta bíblica de peticiones.

Es necesario haber madurado para entender que no pasa nada por no satisfacer a los demás, cuando no te apetece o interiormente sientes que no debes hacerlo. El mismo Gabriel García Márquez lo reconocía: «Lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta años fue a decir no cuando es no».

Hay peticiones fáciles de rechazar. Por ejemplo, cuando personas a las que no conoces de nada te piden que prologues sus libros o inviertas en un negocio. Resulta más difícil decir que No a personas y situaciones en las que en el pasado dijiste que Sí, ya que seguramente van a insistir.

Antes de explicar el No que más me ha costado últimamente, quiero compartir una observación. Salvo raras excepciones, en los lugares en los que te piden que vayas a hacer algo gratis (y no me refiero a ONGs), el trato humano que recibes es mucho peor que donde te pagan.

Esto que parece un contrasentido tiene cierta lógica. Lo que nada cuesta, nada vale, y eso hace que las personas que han pagado por verte en una charla, por poner un ejemplo, presten más atención y sean más considerados que cuando intentas entretener a un público que no ha pagado nada, ni siquiera tu libro.

En mi caso, acudo gustosamente sin cobrar a hospitales, fundaciones e incluso universidades, si para los estudiantes mi presencia es importante, pero he dejado de ir a otros actos que para mí ya no tienen sentido.

Hace muchos años, empecé a atender las llamadas de un club social que organiza cenas con personalidades. El organizador es una persona verdaderamente amable, y un activista cultural en toda regla. Para él debe de ser todo un reto encontrar un ponente para cada velada, ya que celebran muchas al año y no tienen un presupuesto para la persona que dedicará tres o cuatro horas de su fin de semana a amenizar el evento.

En la última década habré ido tres o cuatro veces con motivo de alguna publicación. Consideraba que era mi obligación estar allí donde se interesan por lo que yo escribo. Pero en esa apreciación mía había dos errores.

Con el tiempo, he descubierto que no es mi obligación ir a todas partes, ya que justamente un libro se escribe para que otros puedan leerlo desde donde estén, sin precisar la presencia del autor. Ese es el primer error. El segundo es creer que allí donde te llaman están verdaderamente interesados en lo que puedas decir.

La última vez que acudí a ese club, me prometí no volver nunca más y esta vez he logrado cumplirlo.

Contaré la historia porque tiene mucho que ver con la ecuación que he dado antes: lo que nada cuesta, nada vale. Espero no ofender a nadie con mi relato, en especial a esta buena persona que merece toda mi admiración por buscar una programación cultural en un entorno no siempre agradecido.

La cosa transcurrió como sigue. Tras recibir la petición de dar una nueva charla en esa cena, propuse un tema relacionado con mi último libro. El organizador me pidió entonces que redactara una breve descripción del tema de mi charla, con los cinco o seis puntos que abordaría.

Me toca mucho las narices que me den trabajo extra cuando se trata de un acto gratis, pero por consideración hacia esta persona a la que aprecio hice lo que me pedía. Tras darme las gracias, dijo que había conseguido libros para ponerlos a la venta entre las personas que acudirían a la cena.

La noche del evento, tuve que luchar contra el sueño, ya que la charla tiene lugar avanzada la cena y uno llega cansado de toda la semana. Aun así, por respeto a los presentes, traté de dar lo mejor de mí. Sin seguir rigurosamente los puntos de mi sinopsis, adapté mi discurso a los temas que vi que interesaban más a los participantes.

Tras una hora de palique, cuando pensaba que podría descansar y tomar una copa de vino, uno de los participantes me dice:

«Disculpe, en el correo que nos han mandado hay tres puntos de lo que usted dijo que hablaría y no los ha tocado. ¿Nos puede exponer también estos tres temas?»

Con la neurona de guardia, tuve que hablar media hora más para satisfacer a este señor, ya que explicar cada uno de esos puntos requería su tiempo. Después de ese esfuerzo ni siquiera se dignó a comprar el libro.

De hecho, terminado el acto, se vendió un solo libro entre todos los presentes, y volví a casa en taxi (pagado por mí, igual que en la ida) con la sensación de haber dilapidado una noche de fin de semana que podría haber pasado con mi hijo, en el cine con mi pareja o haciendo lo que me viniera en gana.

Gracias, Jenny, por hacerme abrir la libreta de los cactus. He necesitado medio siglo para aprender que no hay nada malo en negarse a cosas, ya que cuando es que no, como decía Márquez, y eres consecuente te estás diciendo Sí a ti mismo y te relacionas de manera más justa con los demás.

¡Feliz semana!

Francesc

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