Para progresar en la vida no hay que compararse con nadie: es más productivo y gratificante volver la vista hacia nuestro interior y ponernos metas a corto plazo.
Desde la escuela nos enseñan a competir contra otras personas, y no solo en los deportes. Los alumnos más brillantes despiertan la admiración y al mismo tiempo la rabia de los que no obtienen tan buenas calificaciones. Cuando entramos en la adolescencia, los éxitos ajenos en el amor y el sexo pueden convertirse en el espejo de nuestro propio fracaso. Un chico o chica de la cuadrilla hace una conquista tras otra, mientras que quien no “se come un rosco” se pregunta: ¿por qué él/ella sí y yo no? Lo mismo sucede, una vez terminados los estudios, en la carrera profesional y el estatus económico que nos procura. Tendemos a mirar al que ha llegado más lejos que nosotros, y eso nos hace sentir disminuidos, como si todo lo que hemos logrado perdiera su valor.
Quien se compara ya está perdiendo porque sitúa el foco de atención en campo ajeno en lugar de trabajar en su propio progreso. En ese sentido, los grandes genios de la humanidad se sumergieron en una carrera de un solo corredor, pues su fijación era superar su propia marca en un proceso de automejora constante. Como dijo Lao-Tse hace dos milenios y medio, “aquél que obtiene una victoria sobre otro hombre es fuerte, pero quien obtiene una victoria sobre sí mismo es poderoso”.
Encontramos esta misma idea en un libro que está arrasando en las listas de ventas de Estados Unidos: 12 reglas para vivir: Un antídoto al caos. Su autor, Jordan B. Peterson, profesor de Psicología de la Universidad de Toronto, propone en su cuarta regla: compárate con quien eras tú ayer, no con quien es hoy otra persona.
Equipararnos a cualquier otra persona es un seguro de frustración, ya que raramente nos comparamos con los de abajo. Fijamos la mirada en quien ha conseguido más, y eso, en lugar de estimularnos, a menudo nos produce envidia o incluso parálisis vital. ¿Para qué esforzarse si habrá siempre otros que reciban más premio? Contra esa trampa, Peterson propone centrar la competición en uno mismo: “Ya no tienes envidia de nadie porque no piensas que los otros estén verdaderamente mejor que tú. Dejas de sentirte frustrado porque has aprendido a apuntar bajo y a ser paciente. Estás descubriendo quién eres, lo que quieres y lo que estás dispuesto a ser”.
La primera parte de esa reflexión apunta a la ilusión común de que conocemos el nivel de felicidad de los demás. Acostumbrados a las redes sociales, donde solo se muestran los logros, podemos llegar a pensar que la vida del otro es mejor y más dichosa que la nuestra, pero ¿qué sabemos en realidad de la felicidad de nadie? Tal vez el vecino que tiene un Porsche en su garaje está pendiente de un embargo porque no ha pagado sus impuestos, y quien se pasea con una pareja deslumbrante vive un infierno de puertas adentro porque se matan a discutir.
Con lo de “apuntar bajo”, Peterson no se refiere a ser poco ambiciosos, sino a ponernos metas a corto plazo, una tras otra, para motivarnos y medir avances. En esta competición de un solo corredor, si hoy eres un poco mejor que ayer, ya has ganado la carrera. En esta cuarta regla para vivir, el autor concluye: “Estás descubriendo que las soluciones a tus problemas particulares han de estar hechas a tu medida, personalmente y de forma precisa. Ya no te preocupan tanto las acciones de la otra gente porque bastante tienes para hacer tú mismo”.
Retomando el hilo del principio, fijarnos en lo que hacen los demás procura beneficios inconscientes para quien le da miedo o pereza arriesgar. Mientras estás pendiente de lo que hace el otro, no te exiges a ti mismo. Como en el poema Esperando a los bárbaros, de Kavafis, situar fuera nuestro punto de atención es la excusa perfecta para cruzarnos de brazos. Y eso no solo sucede cuando nos sentimos menos que alguien. También al criticar al otro estamos eludiendo nuestras responsabilidades. Justamente la regla seis del mismo libro de Peterson es: ten tu casa en perfecto orden antes de criticar el mundo.
Si en lugar de compararnos o de tratar de arreglar otras vidas nos centramos en lo que somos y podemos devenir, será difícil no conseguir éxitos. Tomando conciencia del lugar en el que estamos, de los errores que cometimos ayer y de la dirección que queremos dar a nuestra vida, cualquier paso adelante será un progreso. Y eso no solo mejorará nuestra existencia. Al estar más satisfechos, seremos también una compañía más agradable para los demás.
Los cuatro obstáculos del éxito
- Pensar que si creces alguien se enfadará contigo. Antes de dar un paso adelante, podemos temer la envidia o frustración de los que no están preparados para hacerlo.
- Pensar que si creces perderás amigos. Al situarte en una liga diferente, algunos de los que te acompañaban hasta ahora podrían desaparecer, pero al mismo tiempo encontrarás nuevos aliados.
- Creer que con una pequeña modificación ya estás creciendo. La ley del mínimo esfuerzo nunca ha sido una escalera hacia el éxito.
- No darse cuenta de que hay que crecer. Este es el principal motivo por el que muchas personas se estancan, al no ir más allá de lo que ya han conseguido.
— Mucha gente se asusta cuando ve que está creciendo: aparece el vértigo del éxito; o bien, el miedo al fracaso. El miedo a ser rechazada, a perder apoyos al salir de la zona de confort o a “no estar a la altura” hace que se frenen inconscientemente.