Buenas noches,
Para compensar que la semana pasada no estuve por aquí, quiero contar un par de historias que he vivido este mes que ahora termina. Pido disculpas de antemano por la longitud de este post, pero creo que merece la pena.
La primera historia tiene que ver con los misterios de mi padre. Los que han leído mi biografía Los lobos cambian el río, de la que a mediados de noviembre saldrá la segunda parte, saben ya que era un hombre tímido y silencioso en extremo. Al menos, con sus hijos.
Su familia eran los 20.000 libros que llegó a acumular en casa.
Cuando yo era niño, mi padre no quería viajar con nosotros. Mi hermana y yo íbamos con mi madre a Port Pollença (Mallorca), y él elegía otro momento del año para ir en tren a Praga, Malmö o al lugar que le interesara. A su regreso, llegaban a casa cartas de personas extranjeras a las que había conocido, normalmente mujeres. Apenas contaba nada de lo vivido en esas aventuras solitarias.
Siendo yo ya adulto, mientras acababa la carrera de filología alemana, mi padre escribió y publicó un par de novelas juveniles. Fue una sorpresa, porque su empatía con los jóvenes —con sus hijos— había sido nula, pero eso no era así con los de fuera. Yo las leí, se las comenté y le animé a que siguiera escribiendo.
Su primera novela tuvo cierto éxito, tras ser finalista de un premio del que, décadas después, yo sería jurado. Una lectora de un pueblo de Cataluña le envió una carta. Mi padre respondió con atención y cariño. A partir de aquí empezó una larga e intensa correspondencia, a la que se sumó una amiga de esta lectora, que se prolongaría hasta su muerte.
Cuando, tras abandonar mi empleo de editor, me lancé a escribir, mi padre lo vivió casi como una afrenta. Leyó desganado mi primer libro publicado, sin darme un solo comentario. Cuando mi segunda novela, Un haiku para Alicia, ganó el premio Gran Angular, mi padre leyó las primeras diez páginas. Luego cerró el libro y me anunció:
—Francesc, quiero decirte que no te leeré nunca más, porque no entiendo lo que escribes.
Se puede imaginar el mazazo que supuso para mí, un muro más que tuve que saltar en mi camino hacia mi sueño.
Mi padre no vivió para presenciar grandes éxitos míos, pero sí vio de reojo cómo yo publicaba una docena de libros mientras él revisaba diccionarios —sí, eso hacía— o escribía largas cartas a esas chicas.
En ellas, como supe después, les daba consejos de vida —a mí jamás me dio ninguno—, las animaba a escribir, e incluso les ofrecía la coautoría de un libro entre los tres.
Años después de la muerte de mi padre, se produjo esta escena, que describo en mi primer volumen biográfico:
En uno de mis primeros talleres de escritura, apareció una chica morena de unos veinticinco años que siguió el curso con gran atención, trabajando escrupulosamente en cada ejercicio. Nadie la conocía ni sabía de dónde había salido.
Al terminar el curso, mientras yo despedía a todo el mundo en la puerta, la chica misteriosa se acercó y me soltó:
—Quiero decirte que soy la niña que se escribía con tu padre. Después de pasar ocho horas aquí, ahora sé que no tienes nada que ver con él.
Había cierto desdén en estas palabras, o al menos a mí me lo pareció. Luego supe que se trataba de la amiga de la primera lectora con la que se carteó mi padre, dado que la pionera me contactó muchos años después.
En un mensaje por Instagram, me contaba hace poco todas las cosas que mi padre había hecho por ella, cómo la animaba a escribir y a buscar un mejor modo de vivir. Me contó, incluso, que en los días finales de mi padre en el hospital —según le había contado mi madre— él leía y releía con emoción la última carta de ella.
Como se puede entender, estas confidencias eran para mí como arrojar sal a la llaga, pues yo jamás logré tener una relación con mi padre, ni tampoco pude despedirme de él en su agonía. Cuando se marchó de este mundo, seguíamos siendo dos extraños en la noche, como la canción de Sinatra.
Aun así, esta chica —hoy una mujer madura— insistió con cariño para que nos viéramos. Dijo que tenía mucho que contarme y algo especial para darme.
Hace un par de semanas, compartí unas horas con ella, su marido y sus hijas en la tetería de Gràcia. Fue extremadamente amable conmigo, me contó un montón de detalles acerca de un hombre del que yo no sé apenas nada. Asimismo, me entregó un abultado paquete con sus cartas de los últimos meses, así como los primeros capítulos de una novela suya de la que no tenía conocimiento.
Se titula Mónica en el laberinto y su protagonista siente una irresistible atracción por su padre. Él propuso a las dos chicas que continuaran la novela, que sería de los tres, pero ellas vieron el tema demasiado escabroso y, además, ambas tenían ya familia y poco tiempo para experimentos.
Terminado el encuentro en la tetería, me fui a casa con parte del misterioso legado de mi padre. Su amiga por carta ha prometido entregarme el grueso de su correspondencia, que es enorme porque duró muchos años, cuando la visite en el pueblo.
Pienso hacerlo, porque ella y su familia son encantadores, pero no tengo intención de leer esas cartas. Al menos, no por ahora. Mi padre no las escribió para que yo las leyera, y para mí toda esa camaradería e intimidades solo serviría para enfadarme.
El paquete descansa ahora al lado de mi mesa. Un próximo fin de semana, contrataré a mi hijo adolescente para que escanee todo esto, ya que quiero devolver los legajos a su dueña. De momento, los guardaré como un archivo digital.
La muerte de mi padre fue muy difícil para mí. Es duro despedirse —o no poder despedirse— de alguien a quien no has llegado a conocer. Pasé por horas bajas y me sirvió mucho el libro de Paul Auster La invención de la soledad. Lo escribió a la muerte de su progenitor y es precioso.
Auster siempre ha sido para mí un autor amigo. Su producción es irregular, como la de todos los escritores, pero algunas de sus novelas me han acompañado en momentos de grandes cambios. Quizás mi favorita, de la decena que habré leído, es El palacio de la luna. Explicar por qué nos llevaría demasiado lejos.
Haciendo un salto en el tiempo y el espacio, ahora nos vamos a Tokio, donde vive Héctor García, mi hermano espiritual en Japón. Él es discreto y silencioso como mi padre, pero no escatima su amor a los suyos. Se da cuenta de cuando estoy triste, y siempre tiene formas mágicas de animarme.
Hace unos meses, tras la muerte de Paul Auster, se supo que una librería de Tokio guardaba unos pocos ejemplares que el escritor de Brooklyn había venido a firmar, muchos años atrás. Había un libro autografiado de cada título.
Muchísima gente se interesó por hacerse con una de estas joyas, pues Auster ya no podrá dedicar ningún libro más. Con la honestidad extrema de los japoneses, la librería comunicó que los primeros lectores que lo solicitaran podrían recoger uno de esos ejemplares por un precio simbólico: cinco euros al cambio.
Conociendo mi pasión por Auster, la esposa de Héctor se apresuró a reservar uno de los últimos que quedaban para mí. Cuando fueron a buscarlo, el que les había correspondido era… El palacio de la luna.
Pura magia. Lo podéis ver aquí.
Hace unos días, Héctor y su esposa aterrizaron en Barcelona, camino del pueblo de sus padres en Alicante. Cuando me entregó el libro que veis en la foto (Auster firmó sobre una etiqueta, como es costumbre en Japón), pensé en la frase de Benjamin Franklin:
“Un hermano puede no ser un amigo, pero un amigo siempre será un hermano.”
¡Feliz semana!
Francesc
Comments
Anna
¡qué historía más curiosa…! la relación con tu padre SUENA MUY DIFICIL. lo siento mucho que tenías que vivrlo. 🤗❤️
Silvia Adela Kohan
Tú vida es una novela que tú sabes contar y que tal vez te ha llevado al ser y al amigo maravilloso que eres…
Angeles Martínez
Saludos y abrazos Francesc, yo simplemente lloré. Al terminar de leer lo que salio de mi corazón fue ¡Los quiero mucho! Muchas gracias por siempre 🙏
SONIA Gómez
Ojalá encuentres en esas cartas, en las conversaciones con estas mujeres, o quien sabe en las palabras de Paul Auster, algo que te haga hacer las paces con tu padre. Te lo deseo de corazón.
Un abrazo Fuerte
MarisA
Ostres, la vida alternativa del teu pare m’ha deixat molt sorpresa. El seu alter ego era capaç de socialitzar, comunicar-se i ajudar, però un negligent total en l’esfera privada més propera. El meu també era una mica així : el millor colega dels FILLS dels seus amics, un inepte parental a casa.
L’ hector es un germà meravellós i tu per a ell 💙
Una abracada ben forta i ens veiem aviat ✨