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CARTAS DE DESCONOCIDOS

Buenas noches,

Hace ya mucho tiempo que siento que voy derrapando por la vida, una expresión que nunca me ha gustado, pero que describe bien la locura en la que estoy.

Mi hijo, que tiene ocho años, echó el otro día un vistazo a la bandeja de entrada de mi mail y me preguntó:

—Papá… ¿cómo puedes tener 5000 correos por contestar?

—Bueno, algunos no necesitan respuesta —intenté explicarle—. Son notificaciones que llegan de editoriales y cosas así. También hay e-mails de personas que no conozco. Me los guardo para responderlos cuando pueda, pero se han ido acumulando.

Me miró con asombro y eso me hizo pensar en el tremendo lío que supone mi día a día. A medida que han aumentado las traducciones de mis libros, se multiplican los mensajes con los motivos más impensables.

Algunos piden consejos para triunfar en la literatura. Otros piden contactos de agentes, editoriales o que leas su libro para ver qué te parece. Hay mensajes más íntimos, en los que alguien que no conoces te explica su drama personal. Estos intento contestarlos siempre, porque sé lo que se siente al estar solo ante el vacío de la existencia.

Luego están los whatsapps que te llegan a través de amigos, conocidos, grupos y colaboradores. A veces no puedo atenderlos hasta el final de la jornada y necesito un par de horas para ponerme al día. Luego voy al correo y los e-mails parece que hayan criado. Me pongo a contestar, uno tras otro, hasta que tengo que salir a dar una clase, una charla o me esperan en alguna reunión. Nunca llego al final de la lista, que va aumentando. De ahí los 5000.

No tengo a nadie que responda por mí, así que supongo que tendré que lidiar con este caos por ahora. He llegado a la conclusión de que me paso media vida contestando mensajes.

Salvando muchísimo las distancias, he tenido que pensar en Hermann Hesse. Siendo ya premio Nobel, se sabe que contestó más de treinta mil cartas. Jamás dejó ninguna por responder, la mayoría de jóvenes atormentados que no sabían que hacer con su vida.

Eso hizo que en los últimos 20 años de su vida apenas publicara nada. No le daba la vida para escribir nada más. Pasaba las horas abriendo sobres, leyendo misivas y contestando en un par de cuartillas que metía en el sobre que luego iría a correos.

Algunas de estas cartas se han publicado en recopilaciones, y el autor de El lobo estepario parecía estar de un humor de perros con la responsabilidad que había adquirido. A modo de ejemplo, esta era su respuesta a un joven de Solingen que quería iniciarse como novelista:

No estoy en condiciones de asegurarle si será usted escritor. No hay escritores de diecisiete años, hoy menos que nunca. Si posee el don, lo tendrá por naturaleza y habrá estado en usted desde niño (…) Es dudoso que el mundo le retribuya y le agradezca por todo esto. Si no está poseído por la idea, si no prefiere sucumbir enseguida antes que renunciar a la literatura, póngale fin (…) Si dentro de algunos años no ha podido superarlo, puede convertirse en periodista, pues habrá pasado la oportunidad de ser escritor. Ser inteligente y hablar con sensatez nada tiene que ver con la literatura.
Mis mejores deseos y un favor: no vuelva a escribirme hasta dentro de unos años.

Puedo imaginar cómo debió de quedarse el joven literato ante el tono de esta carta. ¿Habría sido mejor no contestarla, como se hace hoy en día? Especialmente en el mundo editorial, los que tienen el poder de conseguir algo contestan casi siempre con silencio a los espontáneos.

Yo mismo, que siempre he sentido el deber de prestar ayuda, pierdo de vista muchos correos que van quedando sepultados, con la vana esperanza de ser respondidos algún día, bajo las decenas de mensajes nuevos que  entran hora tras hora.

Puedo entender perfectamente a los exconectados, la tribu descrita por Enric Puig Punyet en el ensayo La gran adicción, que han decidido salir para siempre de Internet.

A menudo sueño con huir a un lugar sin cobertura ni conexión a nada que no sea el viento, las nubes pasajeras y la coreografía de los pájaros. Un lugar donde leer un libro en paz sin que el bolsillo vibre cada dos por tres y el ordenador lance campanillas de aviso, reclamando mi atención.

Y creo que no soy el único que añora el ritmo esencialmente humano del mundo analógico. Tal vez esa sea la próxima revolución: renunciar a la cantidad para disfrutar de la calidad. Mandar a paseo todos los dispositivos para mirar a la cara a alguien y saber que, ahora sí, estás con él.

Feliz semana,

Francesc

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